martes, 16 de octubre de 2012

GRAN PANTALLA: MADRASTRA CON MANTILLA

Érase una vez, en un país en el que cada vez era más complicado hacer películas, un cineasta valiente llamado Pablo Berger se aventuró a poner en marcha un proyecto un tanto inusual: mudo y en blanco y negro, como en los inicios del séptimo arte, pero con la experiencia y los avances tecnológicos como aliados. No era el primero que se atrevía con la clásica historia de Blancanieves, pero la suya era, sin discusión, la versión más castiza, con la tauromaquia y el flamenco como paisaje de un cuento gótico plagado de lágrimas y sonrisas, de golpes y caricias. 
Quizá el mito de Blancanieves, con enanitos y manzana envenenada incluidos, resulte de cara al espectador un tanto metido con calzador. Es el argumento el eslabón más débil de una cinta bonita y poética, pero que no llega al alma. Tras un espectacular arranque y una primera parte, la correspondiente a la infancia de la heroína, bien dibujada y excitante, el relato pisa el acelerador y se pierde en caminos imprecisos y clichés innecesarios, dejando olvidados fragmentos que aportarían profundidad. Resuelve demasiado rápido la trama su director, sin regalar a la sufridora joven la cuota de buena suerte que durante todo el metraje le es esquiva.

Sin embargo, suplen con creces las carencias argumentales una banda sonora descarnada, un reparto entregado, fundidos arriesgados y unos planos bellos, estudiados y, en algunos casos, hasta juguetones. Todos estos elementos entrelazados le dan una forma equilibrada a esta hermosa rareza, que logra que la ausencia de palabra hablada sea una característica bien integrada y no un condicionante. Es más, la carga emocional de la cinta se apoya en las miradas, los gestos, la música y, claro está, en la sensibilidad del público. De otra manera, el desenlace resultaría insustancial. Y no es así.
Berger maneja con precisión un material delicado, sabedor de su encanto, del mismo modo que el avispado personaje de Josep María Pou identifica y explota hasta más allá de lo razonable el potencial de la desgraciada muchacha.  
La actriz Macarena García regala su sonrisa a la Blancanieves adulta. Su impecable trabajo no ha pasado desapercibido. La Concha de Plata de la pasada edición del Festival de cine de San Sebastián ha sido el primero de los muchos premios que vendrán en los próximos meses. No es para menos, porque su presencia en pantalla cautiva. Se lanza al ruedo con frescura, provocando ternura, despertando compasión y admiración; sin palabras, sólo con un rostro cargado de fuerza. 

Sofía Oria, que encarna a la protagonista de niña, también sorprende y destaca en una de las secuencias más mágicas junto a su abuela ficticia Ángela Molina, cuya presencia sabe a poco. Buenos trabajos también los del resto del reparto, en especial los de Daniel Giménez Cacho, Ramón Barea y un Pere Ponce tremendamente divertido.
No obstante, con permiso de las princesas, del galán y del resto de personajes del cuento, la más guapa del reino, diga lo que diga el espejito mágico, es la malvada madrastra. Maribel Verdú, tantas veces ingenua, tantas veces sexy, tantas veces víctima, consigue una de sus mejores interpretaciones con esta arpía ambiciosa, despiadada y presuntuosa. Al contrario de lo que pueda parecer, no es un papel sencillo; era fácil caer en la caricatura o en el ridículo. Pero Verdú consigue vender un ser real, sin estridencias, con toques de humor, capaz de despertar odios y, al mismo tiempo, cierta compasión. Ya demostró hace mucho tiempo que es una actriz sobresaliente. Sin embargo, ella quiere más: con esta creación icónica llena de matices, presenta sus credenciales a la matrícula de honor. 

Toda fábula esconde su moraleja. La Blancanieves de Berger nos tiene reservadas dos. La primera, dentro de la ficción: más allá del dinero, el éxito o el azar, lo que siempre queda es el amor; de un padre, de la abuela, de un gallo... Da igual. Sin amor, no hay cuento. La segunda lección, la del mundo real, es que el cine español necesita mentes arriesgadas, capaces de sacar adelante obras imperecederas como la que nos ocupa; como decía al principio, sé que se lo están poniendo cada vez más difícil, pero la cultura, como las historias infantiles, se merece siempre un final rebosante de perdices.
Podría terminar esta crónica con el ya clásico colorín colorado... Pero lo justo es que, en honor a esta Blancanieves ibérica osada y vulnerable, lo haga con un simple y llano aplauso mudo. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

No he visto esta Blancanieves, pero si la película está la mitad de bien hecha que esta crítica ya se puede dar por satisfecha. Enhorabuena David, tienes mucho talento.