sábado, 20 de febrero de 2016

CAROL... Y THERESE

Lejos quedan, afortunadamente, aquellos tiempos en los que los guionistas de Hollywood se veían obligados a hacer piruetas para enmascarar relaciones homosexuales bajo la apariencia de simple amistad o admiración. Eso se traducía, en clásicos como La sogaLa calumnia, Rebelde sin causa o La gata sobre el tejado de zinc, en convertir a sus protagonistas en seres atormentados, irascibles o inadaptados por no poder dar rienda suelta a sus instintos. En ocasiones se "manipulaban" los textos originales (por ejemplo, los de Tenesse Williams); otras veces, directamente la censura prohibía cualquier referencia, tirando de tijera o alterando diálogos sospechosos. A partir de los 80, la industria cinematográfica comienza a interesarse por los personajes gays, casi siempre en forma de comedias ligeras (In & out, La boda de mi mejor amigo, Mejor imposible...) o en dramas con vocación reivindicativa (FiladelfiaLos tiempos de Harvey Milk...).
Ya en el siglo XXI, Ang Lee todavía levantaba cierto revuelo al atreverse a llevar a la gran pantalla Brokeback Mountain (2005), un cuento premiado con el Pullitzer sobre la secreta historia de amor que mantienen durante lustros dos rudos vaqueros de Wyoming. Recordemos que, por aquel entonces, aún muy pocos países habían aprobado las uniones entre personas del mismo sexo. Y ahora, en 2016, se cuela en nuestras vidas, aparentemente sin escandalizar a nadie, Carol, basada en la novela de Patricia Highsmith El precio de la sal (1951), que narra el romance entre dos mujeres, una joven dependienta de una tienda de juguetes y una apuesta madura inmersa en un matrimonio fracasado, en el Nueva York de los años 50.

En manos de Todd Haynes, su director, el encuentro de Therese Belivet y Carol Aird resulta natural, delicado, sin demonios internos ni remordimientos, sin censura ni tapujos. E incluso los damnificados por su pasión, el marido inconformista y el novio ilusionado, aunque abatidos por el abandono y dispuestos a plantar cara, aceptan con relativo estoicismo el cambio de tendencia de sus parejas. Quizá ese sea el mayor acierto de esta producción, su tono franco y carente de complejos. Sin embargo, a decir verdad, Carol sería muy diferente sin todos esos personajes reales y ficticios que en las últimas décadas han luchado/ayudado para romper barreras y "normalizar" lo que nunca debió ser visto como una anomalía, para lograr la equiparación de derechos. "¿De qué le sirvo a mi hija si tengo que vivir contra mi naturaleza?", se pregunta Cate Blanchett al verse empujada a elegir entre el goce de su sexualidad y su rol de madre; lo hace en medio de un alegato, entre lágrimas, valiente en el contexto en el que se sitúa la acción, pero (casi) completamente asumido y compartido por cualquier espectador sensato actual. Y eso es un motivo para estar contentos. 

Salí del cine absolutamente conquistado por este exquisito relato de amor y de renuncia, donde las manos dicen mucho más que las palabras. En un terreno inestable, los dedos, apoyados de manera estratégica en un hombro o retirando un mechón de pelo, exploran y buscan la complicidad de la otra. No es casualidad que el punto de partida de su affaire sean unos guantes. Pero no sólo el roce sirve para declarar intenciones. También explota Haynes las miradas de sus actrices; felina, provocadora y experimentada la de Blanchett; ingenua y, progresivamente, más osada la de Rooney Mara. Y, así, tirando de sentidos, este sutil juego de seducción para sortear obstáculos dota a la cinta de una gran distinción.

Todo en Carol es redondo: el guión, su fotografía, la ambientación de la época, su atmósfera onírica, la preciosa banda sonora a cargo de Carter Burwell... Pero permítanme que les confiese mi debilidad: Therese Belivet. Adoro la inocencia y la inicial fragilidad de este ser desorientado y su entrega absoluta cuando encuentra el estímulo que le despierta de su letargo. Porque, más allá de un idilio prohibido, esta película retrata la transformación del personaje. La evolución es evidente. Su atractivo y su coquetería aumentan conforme se va conociendo a sí misma y halla en Carol un espejo en el que mirarse. Y, además, gana en seguridad, en aplomo y dignidad. Cuesta reconocer al final del metraje a la chica que, en la escena en el coche, se derrumba al admitir que es incapaz de decir que no; llora ya que, por primera vez, sufre al perder algo que le importaba. Descubrirse, aceptarse, quererse... Pobre de aquel al que nunca le haya tocado estar en la piel de Therese. Porque se aprende, se aprende mucho.

Mientras ella crece, Carol se humaniza. Su amante, más inexperta, débil y generosa, le desmonta con su honestidad y deja al descubierto que debajo de los abrigos de visón y de tanta sofisticación impostada se escondía alguien frívolo y falto de cariño. Toda esa superficialidad confundida con elegancia se resume en una frase: "cuando crees que no te puede ir peor, te quedas sin tabaco". Desciende de su pedestal al ver que su mundo se tambalea y que es tan insignificante como cualquiera.
"Lo que más me cautivó de la novela y del proyecto no fue tanto el factor lésbico, sino la representación de lo que significa enamorarse. Ese momento esencial en el que todo tu ser se rinde ante esta pregunta: ¿es mi amor correspondido? Ese momento en que te conviertes en un esclavo de ese interrogante", aseguraba en una entrevista reciente Todd Haynes. Y esa reflexión me hace recordar aquella otra hermosa cita de Tigre y dragón (2000), que dice que "cuando se trata del amor, incluso los héroes más grandes parecen indefensos". Deliciosa.

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