miércoles, 9 de febrero de 2011

MARCAPÁGINAS: EL DESPRECIO

Amar conlleva riesgos. Uno de ellos es que tu pareja deje de quererte sin que puedas hacer nada para evitarlo, con la tristeza, incomprensión e impotencia que eso conlleva. A veces se trata de un proceso lento y doloroso; en otras ocasiones, el amor se rompe de golpe, como cuando un espejo cae al suelo y se resquebraja en miles de pedazos. En ambos casos, los implicados no siempre son tan valientes como para afrontar o tan maduros como para asimilar la nueva situación; desde cualquiera de las dos perspectivas posibles, hacerlo acarrea sufrimiento. Aún así, un peaje mucho más sano que estirar la cuerda y llegar a sentir desprecio.
Desprecio. ¡Qué palabra tan dura! Un sentimiento difícil de dirigir hacia quien un día se amó y una actitud igualmente insoportable al recibirla del ser al que se sigue amando. Buscar razones y culpables llegados a ese punto a menudo resulta doloroso, inútil y contraproducente. Adoptar una postura conformista tampoco suele ser la solución. ¿Qué hacer entonces? Si lo supiera me forraría escribiendo libros de autoayuda. Pero sí tengo claro que todo el mundo tiene derecho a luchar por su felicidad, aunque a veces eso implique causar daño o empezar de cero. Al fin y al cabo, es lo más honesto con uno mismo.Ricardo y Emilia, los protagonistas de esta novela psicológica, forman un matrimonio feliz hasta que ocurre un hecho, aparentemente insignificante, que abre una brecha importante entre ellos. Poco a poco, el marido se da cuenta de un cambio de comportamiento por parte de su esposa. Tras muchas dudas, y en medio de un proceso creativo intenso relacionado con La Odisea de Homero, él dedice lanzar la pregunta peliaguda: "¿Me sigues queriendo?". Sin embargo, no estaba preparado para la contestación: Emilia no sólo no le quiere, sino que además le desprecia.
Esta novela del italiano Alberto Moravia, que tuvo su versión cinematográfica con la sensual Brigitte Bardot, nos sumerge en la vida de esta pareja en crisis sin contemplaciones y nos sitúa por incercia del lado del que sigue enamorado y, por tanto, puede parecer más víctima a priori. Éste comparte con nosotros sus dudas y sospechas, primero, y después su dolor, esperanzas y delirios. En cualquier caso, ella no es representa a un verdugo; su actuación está llena de matices, de luces y sombras y, al final, se revela  más frágil y humana de lo que se ha empeñado en transmitir. El relato, con un tono derrotado y cercano al existencialismo, se mezcla con un particular análisis de las pasiones entre Ulises y Penélope. Todo se vuelve demasiado gris, triste en su conjunto y ciertamente desalentador. Desde luego, no os lo aconsejo si vuestro ánimo no pasa por su mejor momento...
En resumen: una historia de crisis amorosa que me ha recordado a la de La identidad, de Milan Kundera, que ya analicé hace unos meses, pero con un fondo más pesimista y un ritmo lento y, en algunos momentos, incluso pesado.
Para aquellos que no pueden evitar experimentar cierto placer al regodearse en el dolor que produce un "fracaso" amoroso. Aunque, en mi opinión, no ser capaz de sentir es el mayor fracaso (y sin comillas).

"Si retrocedo con la memoria, advierto que guardo un recuerdo confuso de un incidente que, entonces, me pareció insignificante y que, por el contrario, más tarde, cobró una importancia decisiva. Estoy de pie, en la acera de una calle del centro de la ciudad. Emilia, Battista y yo hemos cenado en un restaurante, y Battista ha propuesto terminar la velada en su casa y nosotros hemos aceptado. Ahora estamos los tres frente alde gran lujo, pero estrecho y de sólo dos plazas. Battista, que ya se ha sentado frente al volante, se inclina, abre la portezuela y dice:
-Lo siento, pero sólo hay una plaza. Usted, Molteni, tendrá que venir por sus propios medios... A menos que prefiera esperarme aquí, en cuyo caso volveré a buscarle.

Emilia está a mi lado, lleva un traje de noche de sena negra, el único que tiene, escotado y sin mangas (...). La miro y, no sé exactamente por qué, noto que en su belleza, en general serena y plácida, hay esta noche una inquietud nueva, casi una turbación.

Alegremente digo:

-Vete con Battista, Emilia. Yo os seguiré en un taxi.

Emilia me mira, luego contesta con voz vacilante, despacio: 

-¿No sería mejor que Battista se adelantara y nosotros dos fuéramos juntos en el taxi?

Battista asoma la cabeza por la ventanilla del coche y exclama con regocijo:

-¡Magnífico! Usted lo que quiere es que vaya solo.

Emilia titubea:

-No es eso, es que...
Y yo, de pronto, me doy cuenta de que su bonita cara, por lo general tranquila y arminiosa, está ensombrecida, como descompuesta por una perplejidad casi dolorosa. Pero, en el ínterin, ya he dicho:
-Battista tiene razón. Venga, vé con él, yo cojo un taxi.

Esta vez Emilia cede, o mejor dicho, obedece y sube al coche. Pero, una nueva sensación que solamente ahora, escribiendo, me viene a la memoris, una vez sentada al lado de Battista, con la portezuela todavía abierta, me mira con ojos indecisos, con una mezcla de ruego y repugnancia".

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