lunes, 19 de diciembre de 2011

TRAS EL SILENCIO... APLAUSOS

En un momento en que, gracias a los progresos tecnológicos, casi podemos tocar a los personajes que aparecen en la pantalla, estrenar una película en blanco y negro y, sobre todo, muda no sólo es una osadía, sino incluso un intento de suicidio empresarial en toda regla. La cosa cambia cuando el proyecto se plantea como un homenaje a los inicios del séptimo arte, a esos profesionales de la gesticulación y esos decorados de chichinabo; ese fábrica de sueños que en los años 20 no había descubierto todavía el sonido, ni el tecnicolor, ni los efectos especiales por ordenador, ni muchos menos las tres dimensiones. En cambio, sí existía la idea de negocio. Hollywood, a la cabeza mundial de una industria en pleno desarrollo, inventa el concepto de Star-system, un método de contratación en exclusividad de los actores. Los estudios buscan intérpretes que conecten con el público y conviertan sus producciones en éxitos inmediatos y, así, multiplicar sus ganancias. De ese modo nacen las estrellas de cine, dioses para los espectadores y muñecos en manos de los empresarios; hombres y mujeres que brillan hasta que dejan de resultar rentables. Al fin y al cabo, esas son las reglas del mercado.
  
The Artist rinde tributo a las víctimas de un negocio tan deslumbrante como cruel. Su protagonista, George Valentino, es un actor en la cima de su carrera en el Hollywood de finales de los años 20; un caballero idolatrado por el público, adorado por las mujeres, con contratos millonarios y con una opinión de peso para los productores. Pero, al fin y al cabo, un actor sin voz que se ve despreciado y arrinconado ante la avasalladora aparición del cine sonoro y que, a su vez, se resiste a adaptarse a los nuevos tiempos. El crack del 29 contribuye a hundirlo todavía más a todos los niveles. Pasa del éxito al ocaso en unos meses, de lo más alto al olvido. Porque el progreso no entiende de ruinas personales. Y hasta aquí... No debo contar más.
Hablar. Una forma de expresar rápida, fácil y directa. Pero ni única ni indispensable. Podemos entender a través de las miradas y los gestos. Sabemos hilar situaciones sin necesidad de escuchar nada. Si es necesario, la palabra escrita sustituye a la pronunciada. Somos capaces de emocionarnos a través de una sonrisa, de un baile, de la música (aunque sea externa, interpretada en directo por una orquesta). El cine es un negocio, sí. Pero también una forma de contar historias, enseñar y conmover valiéndose de múltiples herramientas, algunas de las cuales se han quedado desfasadas, pero no por ello resultan menos efectistas.  
El director Michel Hazanavicius parece haber comprendido estos razonamientos a la perfección. No es casualidad que Francia, el país donde nació el séptimo arte, esté detrás de esta película. Si bien el argumento es poco arriesgado, cada detalle de la narración está cuidado al milímetro y otorga al conjunto robustez y un acabado difícil de mejorar. Los actores protagonistas, Bérenice Bejo y sobre todo el inconmensurable Jean Dujardin (pocas sonrisas han iluminado la pantalla como la suya), cumplen sus roles a la perfección. Sus personajes caminan durante todo el relato con precisión en una fina cuerda que marca el equilibrio entre el éxito y la ambición, entre la alegría y la locura, entre el humor y el drama. Su banda sonora nos hace flotar por escenas que, una tras otra, son pura droga para los cinéfilos. La elección del blanco y negro está más que justificada y le da el definitivo toque de obra maestra que ya se había ganado por sobrados motivos. La han querido comparar con Ciudadano Kane y Cantando bajo la lluvia, entre otras producciones, y quizá beba de éstos y otros referentes, pero le sobra personalidad propia. Ya lo creo que le sobra. Además, llega en un momento en que miramos al pasado con nostalgia y al futuro con miedo, y quizá en otras circunstancias no calaría tan hondo.

The Artist destila optimismo, a pesar de que muestra un mundo implacable, el mismo mundo que ha existido siempre, en el que los intereses económicos están por encima de las personas; en el que avanzar a veces significa arrinconar, perder e, incluso, retroceder (aunque parezca contradictorio); en el que el egoísmo borra de la memoria conceptos que no se deben olvidar. Sin embargo, como decía, el optimismo sobrevuela el conjunto y llega a las butacas. Si lloras, lo haces de emoción. Si ríes, lo haces por ternura. No sé si, como auguran, ganará algún Oscar, pero por mi se los pueden dar todos y con un lacito.
Cuando finalizó la proyección a la que acudí, ocurrió algo que he vivido muy pocas veces: el público premió a The Artist con un intenso aplauso. Curioso que tras una sesión de cine mudo, se responda con un reconocimiento sonoro que, al contrario que en el teatro, no llega a sus creadores, pero ayuda a refrendar que se ha compartido una sensación agradable (que no entiende de idiomas ni nacionalidades). Bonito broche para un producto con alma que exalta la fidelidad y la amistad. Y eso merece un aplauso, ya sea en blanco y negro, color, 3D, con muñecos de plastilina o con sombras chinas. 
Por cierto, para los que os lo estéis preguntando: sí, lloré en la escena final. 

1 comentario:

Verónica Rodríguez dijo...

Es una película preciosa, muy cuidada en los detalles. Añadiría que la historia también ridiculiza el orgullo de los que a veces no se dejan ayudar por obstinados. Lo esencial no solo es invisible a los ojos, sino que se puede decir también sin palabras.
Un aplauso para 'The Artist'