Cuando somos niños, utilizamos la palabra "amistad" demasiado a la ligera. Nuestros primos, los compañeros del colegio, los hijos de los conocidos de nuestros padres... Cualquiera sirve para ser nuestro "amigo". Al fin y al cabo, tampoco pedimos tanto; sólo necesitamos que jueguen con nosotros y nos diviertan.
En la adolescencia, los "amigos" se convierten en cómplices, en testigos de las primeras ilusiones y decepciones amorosas, de los actos de rebeldía, de las dudas existenciales... Vivimos la "amistad" como un concepto sagrado y llegamos a convencernos de que seremos capaces de mantener esas relaciones hasta la vejez.
Y, más rápido de lo esperado, crecemos, maduramos, tenemos que tomar decisiones, nos incorporamos al mundo laboral, seguimos acumulando alegrías y frustraciones, perdemos a personas por el camino y, al mismo tiempo, incorporamos a otras... Así, poco a poco, uno aprende a quitarle las comillas a la amistad. ¿Y eso qué significa? Pues que ya no necesitamos que nuestras fiestas de cumpleaños sean multitudinarias. Somos capaces de elegir y de afrontrar los problemas sin buscar tantos hombros. Cada vez nos importa menos gente, aunque con mayor intensidad y sinceridad. Y, de esa manera, los amigos se convierten en esa familia que uno elige; te conocen, te entienden, se preocupan por ti y te quieren con tus virtudes y tus defectos.