-¿Qué clase de negocio es ese, mamá?, preguntó Inés en un tono hiriente y con una cierta expresión de descomposición en el rostro.
-¿Has perdido la cabeza o qué?, le recriminó Mateo.
Virginia sentía como la situación se le iba de las manos irremediablemente. Estaba acostumbrada a que sus hijos ignorasen sus deseos y a que, incluso, le tomasen por loca. Sin embargo, esta vez no estaba dispuesta a amilanarse. Había concentrado todas sus energías e ilusiones en ese proyecto y no iba a consentir que nada ni nadie se interpusiese en su camino.
-No os estoy pidiendo vuestra opinión; simplemente quería que conociérais mis intenciones. Está decidido.
-No os estoy pidiendo vuestra opinión; simplemente quería que conociérais mis intenciones. Está decidido.
-Eso está por ver. Pero, ¿sabes lo que estás diciendo? ¿Por un momento has pensado en las consecuencias económicas que va a tener tu capricho para la familia? ¡No va a funcionar y nos vamos a quedar sin nada! Definitivamente has perdido la poca cordura que te quedaba...
-Mira, jovencita. Si no tuviera fe en este negocio no me embarcaría en él. Y ya está. No quiero hablar más del tema.
-¿Cómo que no quieres…?
Antes de que Inés terminase la frase, Virginia escapó de la habitación con paso airado, provocando el cruce de las atónitas miradas de sus dos hijos.
El silencio se adueñó de la habitación durante unos instantes. Mateo se acercó, cabizbajo, a la ventana. En su mente se mezclaron la ira por la actitud infantil e irresponsable de su madre y la curiosidad provocada por la escena de dos ancianas discutiendo de manera airada en la plaza. Mientras, Inés dejó caer su voluminoso cuerpo sobre uno de los sillones y, con la frente apoyada sobre sus manos, intentaba digerir los últimos acontecimientos.
La relación entre los dos hermanos era prácticamente nula desde que su padre los había abandonado diez años atrás. No había ocurrido nada grave entre ellos que propiciara ese distanciamiento. Nada. Simplemente, cada uno había intentado sobrellevar por su propia cuenta ese duro golpe emocional sin pensar en el otro. Como dos náufragos que luchan por llegar a la orilla. Sin mirar atrás. Sin preocuparse por el prójimo. Creyendo que sólo lograrán sobrevivir nadando hacia delante.
En ese momento, Mateo e Inés eran dos desconocidos compartiendo un mismo espacio, un mismo problema.
-¿No piensas decir nada?, le recriminó ella.
-¿Y qué quieres que diga?, respondió él sin darse la vuelta, atrapado por la pelea del exterior.
Y, de nuevo, el silencio.
El enfado de aquellas dos mujeres iba en aumento. El motivo no estaba muy claro. Que si tú dijiste aquello, que si a mí me contestaste lo otro. Y así en un bucle repetitivo y tan endogámico que nadie lo llegaba a descifrar. Y, entonces, una de las dos señoras, la más menuda, interrumpió su alegato con un repentino aspaviento con las manos y, a continuación, abrazó a su oponente. Ésta, ante tal sorprendente arranque de ternura, quedó desarmada; apretó fuerte la espalda de su amiga y rompió a llorar. La gente que se había arremolinado alrededor completó tan pintoresco cuadro con un aplauso.
Fue entonces cuando Mateo, espectador privilegiado, se giró y, con una sonrisa, sentenció: "después de todo, quizá ese negocio no es tan mala idea".
(Continuará...).
(Continuará...).
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