viernes, 24 de marzo de 2017

UNA REFLEXIÓN COMO OTRA CUALQUIERA SOBRE LA ELEGANCIA

"Elegancia: cualidad de elegante".

"Elegante: dotado de gracia, nobleza y sencillez".

Así define el Diccionario de la RAE la elegancia, un concepto manido que habitualmente utilizamos sólo con un sentido físico y superficial. Las marcas establecen patrones que los medios de comunicación transmiten a través de la publicidad, las series, la música... De esta manera, cada año se publican listas de los mejor vestidos, de los complementos que nos ayudan a acentuar nuestro atractivo, de los objetos más distinguidos. De repente, todo el mundo quiere posar delante de una cámara con el aire etéreo y delicado de Isabel Preysler, ser tan it como Olivia Palermo, usar las mismas prendas sofisticadas y exclusivas que Sienna Miller o lucir una sonrisa tan carismática como la de George Clooney. Ellos, y muchos como ellos, utilizan todos esos encantos "naturales" para vender cremas, joyas, coches, cafés, fragancias, películas... Conclusión: la elegancia vende. Pero no olvidemos que, vista de esta manera, es sólo fachada, cartón piedra.
Hoy quiero reivindicar la elegancia en toda su extensión, más allá de los cánones estéticos o de las etiquetas de la ropa. También sería un error confundirla con la educación o los buenos modales. Se puede tener mucha clase, acumular títulos nobiliarios, hablar cinco idiomas y... apestar. Coincido con la RAE: "gracia, nobleza y sencillez" sería una buena definición, pues en conjunto implican carisma, honradez, humildad, sinceridad... Vamos, algo tan subjetivo y variable que resulta imposible de medir y de alcanzar. Acabaríamos volviéndonos locos si aspirásemos a gustar a todo el mundo, igual que Grenouille, el protagonista de El perfume, pierde la cabeza en la búsqueda del aroma perfecto.
La verdadera elegancia, la que no caduca ni depende de modas, es interior, aunque inevitablemente tenga un reflejo en el exterior. Aceptarse y quererse es un buen punto de partida. Eso y ser honesto con uno mismo. Porque podemos engañar a los demás, pero no deberíamos hacerlo con nosotros.    
Y, por otra parte, es fundamental tener claros los principios que queremos defender. Hace tiempo, mi amigo Josevi me planteaba sus dudas sobre si apuntaría a su hijo a un equipo de fútbol. Él, que lleva pegado a un balón casi desde que era un bebé, considera que los valores que se transmiten actualmente en los terrenos de juego no son positivos. Y tiene razón. Porque por muchos millones que gane y muchos balones de oro, porches y abdominales de los que presuma, Cristiano Ronaldo no debería ser un modelo a seguir. Alguien ejemplar no se daría tanta importancia, ni celebraría con esa ostentación sus cinco goles a un equipo mucho más modesto. Tampoco Messi, imputado por fraude fiscal, merece tanto reconocimiento. Pero "compramos" el éxito sin plantearnos esas cuestiones porque es atractivo, rentable y envidiado. 
Nuestra sociedad ha cambiado. Muchos, cada vez más, estamos aprendiendo a vivir simultáneamente en dos planos conectados: el "real" y el de las redes sociales. Y, precisamente, en el universo 2.0, con una "audiencia" potencial casi ilimitada, predomina la superficialidad, la felicidad impostada y el autobombo. Y ninguna de estas cualidades es elegante, por muchos likes que nos reporten. El elogio crea adicción, eso es un hecho. Pero, ¿tanto como para perder la perspectiva? ¿Por qué nos preocupa más parecer triunfadores, deseados o solidarios que serlo? ¿Es más importante la cantidad que la calidad?   
Me hubiera gustado que conocieran a mi abuela Gumer. Era la persona más discreta del mundo. La recuerdo siempre en un segundo plano, mientras hacía ganchillo, escuchando una y otra vez las batallitas de mi abuelo con cara de admiración y sin dejar de sonreír. No era muy habladora; quizá no tenía mucho que decir o, simplemente, disfrutaba más con las historias de los demás. Observaba con sus ojitos diminutos y, si alguien le preguntaba su opinión sobre algún tema, levantaba los hombros y ponía cara de "yo qué sé" (de hecho, se le escapaban a menudo esas palabras). Y, sin embargo, ocupaba mucho espacio sin pretenderlo. Ahora mismo, no recuerdo a una persona más elegante, responsable, entrañable, generosa, inocente, modesta, feliz, buena, tolerante... Vivió sin hacer daño, sin preocuparse por lo que pensaran los demás, sin tanta presión, con una gran capacidad de adaptación... Cambiaría todos los me gusta del ciberespacio por parecerme un poquito a ella. 

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