miércoles, 24 de septiembre de 2008

HUIR

Al llegar a casa, se encerró en su habitación y durante un buen rato permaneció en posición horizontal y boca abajo llorando desconsoladamente sobre su cama. Su agonía se escuchaba por todo el domicilio. Su madre, acostumbrada ya a esos ataques de ansiedad, permanecía inmóvil al otro lado de la puerta de su cuarto. No podía hacer nada por ella. Nadie podía.
Cuando logró interrumpir su amargo llanto, se dio la vuelva y se quedo mirando al techo durante unos minutos. Sabía que su amiga Natalia tenía razón. Sentía que había tocado fondo. Sí, ya no podía caer más bajo. “Pero, ¿qué puedo hacer?”, se preguntaba. Había intentado olvidar a Eduardo por todos los medios. Aquel chico le había robado la alegría, la ilusión e, incluso, la personalidad. Se había convertido en un ser patético de cara al resto del mundo. O al menos así lo veía ella. Patética. Sí. Aquel pensamiento le hizo reaccionar. Ya había perdido demasiado tiempo de su vida obsesionada y torturándose.
De repente, y con un rápido movimiento, se levantó y salió de la estancia. Para su sorpresa, se topó de bruces con su madre, que no podía disimular la compasión en su mirada. Tras darle un beso en la mejilla, la miró a los ojos y le anunció la repentina decisión que había tomado.
-“Mamá, mañana mismo voy a irme a Londres con papá. Voy a estar una temporada allí. Ahora mismo voy a llamarle para decírselo y, si no hay inconvenientes, compraré un billete de avión por Internet”.
-“Hija, ¿y qué pasa con la tesis?”, respondió compungida la madre.
-“Intentaré avanzar desde allí. En cualquier caso, eso es lo que menos me importa ahora. Espero que lo comprendas”.
-“Sí. Lo comprendo”.
-“Muchas gracias, mamá. Voy a hablar con papá”.
Y tras un intenso abrazo, se alejo por el pasillo con el teléfono en la mano. A continuación, la madre se dirigió a la cocina, se sentó en una silla y, sin ningún tipo de esfuerzo, le salieron dos lágrimas de los ojos, que recorrieron todo su rostro hasta desprenderse hacia el abismo a la altura de su barbilla. Incluso a ella misma le costaba detectar si lloraba de tristeza o de alegría. Por un lado, sentía una enorme pena por la repentina marcha de su hija. Sin embargo, le reconfortaba la idea de que la distancia serviría para que olvidara definitivamente a Eduardo. ¡Cómo odiaba ese nombre! Además, le tranquilizaba el hecho de que iba a estar con su ex marido, un desastre como cónyuge, pero un estupendo padre.
Después de diez años juntos, el matrimonio decidió separarse cuando al marido le ofrecieron dirigir la delegación en Londres de la empresa para la que trabajaba. Fue una ruptura amistosa y consensuada. No hubo peleas, ni presiones, ni tan siquiera reproches. Ambos comprendieron que sus vidas debían tomar caminos diferentes. Llevaban mucho tiempo arrastrando una relación desgastada, en la que el amor se había transformado en simple cariño. Él volcó todas sus energías en su profesión y poco a poco se fueron alejando todavía más. Por eso, cuando surgió la posibilidad de trasladarse a Inglaterra, dieron el paso con total naturalidad. Decidieron que el hijo mayor se fuera a vivir con el padre y que la niña se quedara con la madre.
Mucho había llovido desde entonces. No obstante, ni la joven ni su hermano escucharon jamás ni una palabra negativa de uno de sus padres en referencia al otro.
Una hora después, la madre, todavía con la marca seca de sus dos lágrimas dibujada en sus mejillas, se dirigió a la habitación de su hija. Nada más abrir la puerta recibió la información que iba buscando.
-“Todo arreglado. El avión sale a las cinco de la tarde. Papá me recogerá en el aeropuerto cuando aterrice”, explicó la joven.
Una tímida sonrisa se intuía en su rostro. La madre le respondió con el mismo gesto. Hacía tanto tiempo que no veía sonreír a su pequeña.

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