viernes, 2 de septiembre de 2011

MARCAPÁGINAS: ANA MARÍA MATUTE. TODOS MIS CUENTOS

"En la cocina, Rago, Erina y el montero Silo, reunidos junto al fuego, esperaban ansiosos el resultado de la cena. La Reina no era precisamente ingenua, y, hasta que hubiera probado el primer bocado, ¿quién podía decirles que no iba a descubrir el engaño? La misma Ogresa era consciente del terrible paso que acababa de dar, pues comerse a la futura reina de su país no era cosa de broma. Y -se decían- se además de trataba de su propia nuera, por muy ofuscada por la gula que se sintiera, su misma astucia podía despertarle sospechas sobre si, verdaderamente, se estaba comiendo a su nuera o estaba comiéndose otra cosa".

Resulta casi imposible leer una creación de Ana María Matute y no caer rendido ante su ternura, su ingenuidad, su grandeza. La autora barcelonesa y actual ocupante del asiento K de la Real Academia Española nos tiende la mano y, con dulzura y mucho tacto, nos acompaña a universos acotados donde, sin embargo, la imaginación no encuentra límites. Con ella descubrimos que los objetos también forman parte de nosotros, que lo diferente no tiene por qué ser negativo, que los números pueden divertirnos y que hay que aprovechar los años de la infancia, porque sólo se es niño una vez en la vida. No obstante, Matute huye de moralejas facilonas y de lecciones morales, aunque sus páginas rebosan solidaridad, esperanza y ganas de experimentar.
Un poco de todo eso encontramos en los nueve relatos que contiene Todos mis cuentos (2000), publicada hace unos meses por Debolsillo. Jujú, Carnavalito, Caballito loco, La Bella Durmiente, Paulina y el resto de personajes transitan por delante de nuestras miradas curiosas sin miedo a soñar y con ganas de aprender y enseñar. La fantasía se adueña de la realidad y, de esta manera, los protagonistas charlan con una vieja tetera olvidada que aglutina recuerdos o son testigos de los celos que la Luna siente por un espejo roto. El mundo se vuelve más desordenado y menos peligroso, pues incluso los malos tienen corazón y pueden llegar a comprender la lección. ¿Cuál es esa lección? Difícil decantarse sólo por una; cada lector deberá explorar y hallar la que más necesita. Tal vez nos ayuden estas palabras con las que Matute cerró su discurso de agradecimiento al recibir el premio Cervantes el pasado 27 de abril: "Si en algún momento tropiezan con una historia, o con alguna de las criaturas que transmiten mis libros, por favor créanselas. Créanselas porque me las he inventado".
     
"Las historias de la abuela eran muy diferentes de las de los libros. Sabían a pan y avellanas. (Digo eso, porque le las contaba a la hora de merendar, mientras yo comía pan y avellanas, de las que guardaban, tostaditas, en un tarro de cristal). Una vez la abuela me miró y me dijo:
-Y tú, ardillita, ¿a quién te parecerás tú?
Yo comprendí que me encontraba también muy feúcha, porque todo el mundo sabía que papá y mamá (que murieron juntos cuando naufragó el barco), fueron muy guapos los dos. Pero cuando la abuela me dijo "ardillita" yo no sentí ninguna pena, ni mucho menos, sino un calorcito muy bueno por dentro.
-Abuela -le dije-. Yo quiero estar siempre aquí.
-Ah, pues no has visto esto cuando está más bonito -me dijo ella-. ¡Ya verás, cuando llegue la primavera! ¿Sabes, la tapia del huerto? Entre las piedras, crecen violetas, y madreselvas. ¡Si vieras qué olor tan hermoso! Entonces podrás bajar al prado. Y correr por ahí fuera todo lo que te guste.
Pero de lo de quedarme siempre, no dijo nada".

No se debe vivir sin arriesgar, sin soñar, sin fantasear. Muchos creen que la infancia es el momento propicio para hacerlo y que después "hay que madurar". ¿Acaso es incompatible? Rotundamente no. De hecho, estoy convencido de que la mejor arma contra la soledad y la tristeza es la imaginación. Como dice Matute, "el que no inventa no vive".
Precioso compendio de cuentos para quienes alguna vez añoran la niñez. Me atrevo a decir que gracias a la impagable labor de Ana María Matute recuperarán ese espíritu que, en la mayoría de los casos, la sociedad nos obliga a guardar en el mismo baúl en el que descansan, llenos de polvo, nuestros viejos juguetes.

"Jujú no tenía amigos. Quizá los hubiera tenido de acudir a la escuela, pero distaba tres kilómetros largos de la casa, y en invierno -que es la época precisamente de acudir a la escuela-, el camino solía aparecer cubierto de nieve, y el viento soplaba muy fuerte. En vista de ello, Jujú adquirió sus propios amigos. Y éstos eran: Contramaestre, Almirante Plum y Señorita Florentina (...).
Contramaestre era un perrito negro, pequeño, sin raza, pero tan simpático e inteligente como se pueda imaginar, y aún más (...). El Almirante Plum era un hermoso y arrogante gallo. Aunque altanero, orgulloso y estúpido, servía para esas ocasiones en que se necesitaba alguien a quien dar cuenta de hechos heroicos(...). La Señorita Florentina, en realidad, pertenecía a tía Leo. Un día, siendo apenas un polluelo de perdiz, tía Manu la cazó viva. Jujú acabó admitiéndola en la tripulación, y la consideró su mascota. Ella era algo aturdida, pero buena, dócil y humilde".

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