El mar ha sido siempre un lugar emblemático y mítico para el mundo de la literatura. Y no son pocas las razones que le han llevado a ocupar este puesto privilegiado. Se puede regresar a la ciudad de la infancia y comprobar lo mucho que ha cambiado, descubrir que los incendios o la urbanización desmedida se han llevado por delante el monte donde de pequeños jugábamos. En cambio, la imagen del mar permanece siempre impasible e impertérrita, como si hubiera llegado a un pacto secreto con el paso de los días y los años que se sirven de su continuo oleaje para recordarnos que, a pesar de todo, el tiempo, como el agua que llega a la orilla, tiene una única dirección. Y el misterio que lo envuelve… Si uno pisa tierra firme se siente seguro, a salvo, mientras que las aguas marinas parecen invitarnos a un mundo desconocido e inquietante, a veces oscuro, a veces azul…
Todo el mundo asocia, además, a este lugar sensaciones particulares. En mi caso, muchas veces me he sorprendido evocando la figura de mi abuelo, con quien pasaba gran parte del verano en una playa de Valencia. Siempre que visito alguna costa, no puedo evitar buscar un paseo marítimo parecido al que tiene esa playa, un dibujo de la orilla semejante, un ambiente similar… y si no lo encuentro, siento que a ese lugar, igual que a mí, le falta algo. Puede que ese afán de búsqueda sea un intento inconsciente de seguir manteniendo viva su imagen en mi memoria. Al menos eso me diría un psicoanalista. Pero dejando de lado consideraciones personales sobre el tema, vamos a centrarnos en dos clásicos de la literatura universal que han utilizado este paisaje como telón de fondo para contar sus aventuras: Moby Dick, de Herman Melville, y El lobo de mar, de Jack London.
Todo el mundo asocia, además, a este lugar sensaciones particulares. En mi caso, muchas veces me he sorprendido evocando la figura de mi abuelo, con quien pasaba gran parte del verano en una playa de Valencia. Siempre que visito alguna costa, no puedo evitar buscar un paseo marítimo parecido al que tiene esa playa, un dibujo de la orilla semejante, un ambiente similar… y si no lo encuentro, siento que a ese lugar, igual que a mí, le falta algo. Puede que ese afán de búsqueda sea un intento inconsciente de seguir manteniendo viva su imagen en mi memoria. Al menos eso me diría un psicoanalista. Pero dejando de lado consideraciones personales sobre el tema, vamos a centrarnos en dos clásicos de la literatura universal que han utilizado este paisaje como telón de fondo para contar sus aventuras: Moby Dick, de Herman Melville, y El lobo de mar, de Jack London.
En el primero de los casos, Herman Melville se sirve del mar para ambientar una historia poderosa, redonda y simbólica. Ismael, el narrador interno que nos la cuenta, inicia el relato con uno de los comienzos más conocidos de la literatura universal, apelando a la necesidad de lanzarse a la mar como modo de encontrar un sentido a su vida monótona y rutinaria. Por ello decide enrolarse en un barco ballenero llamado Pequod, donde a los pocos días de partir conoce al peculiar capitán Ahab, quien dirige y gobierna la embarcación de un modo inquietante y tiránico, guiándola a la consecución de lo que para él es la única razón de su existencia: dar caza a Moby Dick, la temida ballena blanca.
Es esta narración la radiografía de una obsesión y, como en toda obsesión, la muerte fondea sobre todo lo que la rodea, empezando por el propio personaje al que atenaza. No es casual que el capitán Ahab tenga una pierna de marfil, que sustituye a la que perdió años atrás en un enfrentamiento con Moby Dick, lo que supuso el inicio de la venganza que da razón a su existencia, pero que le corroe y destruye por dentro. Camina, pues, apoyado sobre una pierna real y otra artificial, simbolizando su posición entre dos mundos: el de la vida y el de una muerte que ya desde la pierna amenaza con terminar por aniquilarle del todo. Con un estilo que a veces roza el dinamismo y a veces la solemnidad, Herman Melville teje esta maravillosa historia en la que nos muestra lo peligrosa e inquietante que puede llegar a ser la conciencia humana, capaz de perturbar la tranquilidad y el sosiego de los hombres, del mismo modo que el capitán Ahab impedía conciliar el sueño a los marineros con sus continuos paseos nocturnos, golpeando con su pierna inerte el suelo sobre el que intentaba descansar su tripulación.
De un estilo mucho más rápido y ágil, el Lobo de mar de Jack London también utiliza el escenario marino para contar su historia. Se trata de la relatada en primera persona por su protagonista, el escritor e intelectual Humphrey Van Veyden, quien accidentalmente y tras naufragar el barco en el que viajaba, termina siendo rescatado por un navío cazador de focas, capitaneado por el antagonista de la obra, Lobo Larsen, cuya personalidad es justamente la contraria a la del escritor: despiadado, tiránico y egoísta.
De las divergencias entre estos dos mundos que representan los personajes surge esta magnífica novela de aventuras, donde el refinado intelectual va ser protagonista de un viaje iniciático que le va a llevar a vivir en primera persona esa parte de la realidad con la que jamás había coincidido: la de la brutalidad, la maldad y la venganza; los principios que defiende Lobo Larsen en su barco, el Fantasma. Y en ese periplo, en el que también conoce el amor, aprende no sólo a convivir y sentirse en cierta forma cómplice (incluso a veces fascinado) de un mundo que repudia, sino también a extraer de él las enseñanzas prácticas que su anterior posición le negaba.
Magnífica obra de este genial autor estadounidense, que parece querer recordarnos que el ser humano no es tan distinto del resto de los animales, pues el instinto de supervivencia y su destreza en un mundo hostil es algo que sólo se consigue peleando, entre tormenta y tormenta, con decisión y coraje.
Recuerdo perfectamente la última noche que pasé junto a mi abuelo, que también fue la última suya en el mundo. En el balcón de nuestro apartamento jugábamos y reíamos, ajenos a estar asistiendo a sus últimas horas en vida. Dice Gabriel García Márquez en una de sus novelas que no hay nada que se parezca más a un hombre que su propia muerte. Puede que por eso mi abuelo, que fue lo que se dice comúnmente una persona hecha a sí misma, que vivió de cerca la Guerra Civil y terminó convirtiéndose en médico de su pueblo, de mi pueblo, se marchara esa noche sin hacer el menor ruido, convencido de que, a pesar de todo, siempre hay ballenas blancas contra las que es imposible luchar, dejándome a mí a punto de entrar en la adolescencia sin su figura, pero con un recuerdo bastante vivo que suele visitarme en verano, cuando pongo pie entre olas y arena.
GONZALO FERRADA
- Periodista y profesor de literatura -
5 comentarios:
Mi más sincero aplauso. Nuestros abuelos permanecen vivos en nuestros corazones de agua, unos días más oscuros y otros, más azules. Me ha llegado al alma
¡Bravo Gonzalo! Qué bien has conseguido hilar literatura, sentimiento y vivencias personales. Seguro que todos los lectores hemos mirado atrás con nostalgia para recordar los momentos felices que hemos pasado con nuestros abuelos (o leyendo a Moby Dick...). ¡Hasta el próximo artículo¡
Pepa Grima
Enhora buena Gonzalo. Me encanta tu forma escribir sobre el mar, enlazándolo con dos novelas, de las que sólo he leido una, y sobretodo, la forma de recordar con nostalgia nuestros veranos junto al mar acompañados de tu abuelo del que haces una maravillosa semblanza. Gracias y enhorabuena
Genial!
Los recuerdos de ese maravilloso abuelo que compartimos me han llegado al alma y nuestra pasión por la mar ... a moco tendido, ya me conoces.
Muchos besos, y espero que sigas publicando artículos tan interesantes durante mucho tiempo.
Veo que disfrutas tanto de la escritura como de la lectura. ¡Que más puede pedir un abuelo que su nieto le recuerde con cariño y lamente no haber vivido más tiempo juntos! Nada mejor se puede pedir a la vida.
Publicar un comentario