Mis amigas Teresa Doménech y María Llopis invaden este blog con una preciosa crónica sobre la experiencia gustativa y sensorial, en general, que han vivido hace unos días gracias a Joaquín Schmidt. Después de leerla, uno siente unas ganas incontrolables de vivirlo en carne propia.
9 de noviembre y seguimos con el cesto rebosante de emociones. Permanecen aún las sensaciones, en el oído y en el paladar. Todo sucedía en las entrañas (nunca mejor dicho, ahora verán) de Joaquín Schmidt, un restaurante con alma, donde las paredes hablan y donde, si entras, tus sentidos gozan.
“Mi filosofía - dice Joaquín - es cocinar cada día para treinta amigos”. Aquel no era un día habitual y todo era menos común, aunque la esencia era la misma de siempre y se apellidaba Schmidt.
Cerca de veinte personas, con inquietudes encontradas, acudimos a una cita privada, pero abierta al público, cuyo Director de orquesta era Joaquín Schmidt, el reconocido cocinero que un buen y bendito día decidió apostar por su filosofía de vida y por su escala de valores, aparcando así cualquier pretensión gastronómica. Esta vez era diferente. Tarima en el comedor del restaurante, mesa para tres y dos actores que iban a dar vida a “J” y a “D”.