domingo, 18 de noviembre de 2012

GRAN PANTALLA: SOBREVIVIR

Un estudiante pasa muchas horas sentado en su pupitre escuchando explicaciones, teorías y datos. Para ser sinceros, pocos de esos conocimientos permanecen en nosotros más allá del tiempo necesario para ser reproducidos en un examen. Sin embargo, hay conceptos que calan y almacenamos, a veces para siempre; otras, vagamente.
En el último curso de la carrera de periodismo, recuerdo que mi profesor de Ética dedicó varias clases a transmitirnos la idea de que algunas historias necesitan ser contadas para poder tener sentido. Y, para que lo comprendiéramos, nos recomendó varias lecturas. Yo me decanté por Sin destino (1975), del húngaro Imre Kertész; uno duro relato sobre el Holocausto nazi.
Tras un año y medio de trabajos forzosos, penurias, hambre y continuas humillaciones en diversos campos de concentración, y una vez liberado, el protagonista intenta analizar fríamente lo que ha vivido. En un principio, asegura odiar a  todo el mundo. No quiere oír hablar de culpables ni de inocentes. Ni siquiera está dispuesto a relatar al resto de la humanidad su drama, al menos no hasta que logre comprenderlo. Cree que su experiencia ha de esconder alguna explicación, una razón de ser. Tiene la necesidad de interpretarla y encontrarle un significado para lograr incorporarla a su biografía. Precisamente, esta idea se observa claramente al final de la obra, cuando, tras la liberación, el chico mantiene una conversación con dos vecinos sobre sus recuerdos. Éstos le aconsejan que intente olvidar, porque sólo así podrá comenzar una nueva vida. Ante estas palabras, él responde lo siguiente:

“Tuve que reconocer que en eso tenían razón. Pero, por otra parte, no entendía como me podían pedir cosas imposibles y les hice saber que mi experiencia había sido real y que yo no podía mandar sobre mis recuerdos. Podría empezar una nueva vida, expliqué, si naciera de nuevo, o si alguna enfermedad acabara con mi mente, haciéndome olvidar todo por completo, pero que no me desearan ningún mal de ese tipo”.

Dentro de unos días coincidirán en la cartelera española dos películas que, después de su visionado, me han hecho regresar a aquellas clases remotas: una, Lo Imposible, producción patria de Juan Antonio Bayona, basada en el testimonio real de una familia de cinco miembros víctima de la tragedia provocada por un tsunami en la costa del Sudeste Asiático el 26 de diciembre de 2004; la otra, La vida de Pi, adaptación de la épica novela homónima de Yann Martel, dirigida por el taiwanés Ang Lee. Cada una a su manera, constituyen claros ejemplos de vivencias extraordinarias que precisan ser narradas para cobrar sentido y, siendo optimistas, poder pasar página.

En el caso de Lo imposible sobrevivir no depende, en un primer momento, del ingenio, la inteligencia o la preparación física. El azar marca el destino. Un de repente lo trastoca todo, separa núcleos humanos y nos enfrenta a nosotros mismos. En medio del terror, emergen los instintos más bajos y también los más nobles. En cambio, la supervivencia de Pi, atrapado en un bote junto a una cebra, una hiena, una orangutana y un tigre de Bengala tras naufragar el carguero en que viajaban, se basa en la ley del más fuerte, la pericia y la espiritualidad.
Pero, además, en ambas propuestas sobrevivir adquiere un significado nuevo: no es un triunfo ni un consuelo, sino el inicio de un largo proceso, algo difícil de asimilar y explicar. La lucha se establece en el propio interior. Los personajes echan mano de la fe, la conciencia y el amor; sin embargo, no siempre es suficiente.
No es casual, pues, el título de la propuesta de Bayona. Gracias al realismo de la recreación del tsunami, el espectador se ve arrastrado física y mentalmente en medio de aquel desolador paisaje, golpeado por los escombros, aguantando la respiración, sin ser capaces de expresar los temores más violentos, tremendamente vulnerables, desarmados, rotos. Imposible ordenar, comprender, festejar, olvidar.

Hay quien acusa a Bayona de efectista al subrayar demasiado la emoción desbordada a través de la  BSO de Fernando Velázquez (magistral, por cierto), y de diálogos improbables en pleno caos. En cualquier caso, el truco cuela. El dolor, la compasión y la incomprensión salpican el patio de butacas. Enseguida queda claro que no se trata de una cinta de catástrofes convencional. El grito desgarrador de María (Naomi Watts) aferrada a un tronco tras la primera ola destructora marca el comienzo de un relato apocalíptico tan crudo como comedido para el que nadie está preparado. Talvez no seríamos capaces de soportarlo si no supiéramos de antemano el desenlace que el destino les tiene reservado a los personajes en los que el realizador pone el acento. Ese punto de partida con anunciado “final feliz" y las virguerías técnicas (todo es redondo: fotografía, sonido, efectos especiales, recreación del tsunami...), dotan de profundidad a un guión algo justito, seguramente por primar un meticuloso respeto hacia el referente real. Aún así, cada frase, cada mirada, cada elemento están perfectamente estudiados para provocar un impacto. Y, como decía antes, la precisión es máxima.

En pocas semanas, Lo imposible se ha convertido en la película española más taquillera de todos los tiempos. La titánica maquinaria publicitaria del gigante Mediaset, primero, y el favorable boca a boca, después, han tenido mucho que ver en unas cifras de ciencia ficción para nuestro cine. A finales de diciembre se estrenará en Estados Unidos con la esperanza de repetir éxito y de rascar candidaturas para la próxima edición de los Óscars. 
Impecable el trabajo de los actores, en especial el de Watts, sobre quien recae el peso de las escenas más arriesgadas. La actriz australiana se rompe y consigue que sus heridas duelan, que su agonía parezca propia. No obstante, la gran sorpresa la proporciona Tom Holland, intérprete británico de 16 años. Su Lucas, héroe en mitad de la barbarie, pasa por todos los estados posibles en las dos horas de metraje. Tras el pánico inicial, conocerá la prudencia, la responsabilidad, la esperanza, la solidaridad y, cómo no, la soledad. Y Holland clava cada uno de esos pasos hasta alcanzar la excelencia. El filme le debe una parte importante de su alma. 
Preciosa, precisa, realista y dolorosa. En una palabra: posible.

Las historias que contamos no siempre son fidedignas. A veces nos decantamos por versiones que garanticen nuestra supervivencia, en todas sus formas. No se trata tanto de un autoengaño como de un mecanismo de defensa, ya que, en ocasiones, la verdad resulta demasiado difícil de aceptar. Entonces, la memoria y la razón buscan recovecos e inventan elementos que permitan resistir.  
Es en esa búsqueda de sentido donde se pone en juego lo que somos y lo que queremos ser. Necesitamos comprender la realidad para acoplarnos dentro de ella. La experiencia vivida y la interpretación que de ella se de, resultarán, en cierta medida, imprescindible para la constitución del propio ser. Esto tiene relación con la idea de que la propia vida sólo se vive en tanto que es narrada.
La vida de Pi no es apta para todos los públicos, y no porque contenga contenido violento o sexual. Requiere paciencia, empatía y, fundamentalmente, sensibilidad. Al fin y al cabo, está basada en un libro filosófico. Además, al revisar la filmografía de Ang Lee, uno se dará cuenta de que huye de los dramas sin un porqué, de pasiones planas, de sufrimientos sin recompensa. Y esa profundidad exige un esfuerzo de análisis  y, en última instancia, la obligación de elegir.
La odisea de Piscine Molitor Patel se divide en tres partes claramente diferenciadas. En la inicial, la más alegre y colorista, conocemos a su familia, propietaria de un zoo en la India, su amor de adolescencia y sus primeros contactos con las distintas religiones. Se convierte simultáneamente en cristiano, musulmán e hindú. La fe, para él, no distingue de dioses, es una necesidad del espíritu.

La segunda parte, de mayor extensión, arranca con el traslado de la familia y los animales del zoo en un barco japonés con rumbo a Canadá. El carguero se hunde durante una terrible tormenta y sólo se salvan a bordo de un bote Pi y las criaturas a las que antes hacía referencia. El espectador es testigo de cuanto ocurre en la barca durante 227 días, lo que se traduce en una hora larga de metraje. No os voy a engañar; en algún momento resulta pesado, aunque para ser justos la narración  marítima esconde las secuencias más hermosas de este complicado proyecto (antes de Lee, tres directores lo afrontaron y desistieron). El protagonista aprende a domar sus miedos y su sentimiento de culpabilidad, a canalizar sus creencias y transformarlas en resistencia y esperanza.
Los últimos minutos de la película, rápidos y discretos, son los que le proporcionan su grandeza. No recuerdo un desenlace tan imprevisible y aturdidor desde la surcoreana Old Boy (2003). En la butaca el mensaje se recibe en un instante, pero cuesta ser procesado. A partir de ahí, cada uno puede escoger, como antes lo ha hecho el propio Pi: su decisión era crucial porque, con ella, se estaba jugando su pasado, su presente y su futuro; lo que ha sido, lo que es y lo que quiere ser.
El uso del 3D está más que justificado y bien explotado, sobre todo en el vistoso arranque y en los planos marítimos (Lee nos regala un momento mágico con los peces bioluminiscentes que se encienden en el agua por la noche).
Fábula sobre un viaje espiritual, visualmente espectacular, apta para mentes pacientes y algo sibaritas. Admirable la entrega de Suraj Sharma, quien obtuvo el papel entre más de 3.000 aspitantes.

Quizá haya sido pretencioso por mi parte relacionar estas tres obras tan diferentes. No obstante, veo clarísimo que coinciden al enfocar y preocuparse, cada una a su manera, por la supervivencia desde dentro (la del alma), y no desde el exterior (la meramente corporal). En cualquier caso, es mi interpretación.  Sois libres de defender la vuestra, que probablemente termine siendo la que más os reconforte.   

2 comentarios:

MiriamReyes dijo...

Qué gran análisis cinematográfico!! Permíteme que lo comparta Muuuuuuua

Ampi dijo...

Excelente Deivid!! Has conseguido hilvanar las tres historias de forma magistral! Muaaaak